Tía Petra sabía que no iban a hundirse en la mar y que no
iban a entrar a ciegas, con el cono del avión, en algún antiguo edificio. No tenía escuela, y tampoco hacia
parte en la horda de aquellos viejos que se pavonean porque tienen la escuela
de la vida. De su vida muy pobre, de una empleada sin trabajo y dedicada a su
familia, le había quedado solo el olfato preciso hacia la muerte, quizás porque
no temía a la muerte y, al mismo tiempo, como si para vengar la vida pobre, no
la deseaba. Romy, el futuro yerno, le apretó el brazo y se rió a carcajadas.
No vamos a caer, mi madre. He venido veintidós veces aquí, lo que testimonia que no vamos a morir.
Era un joven gordo, de estatura alta, con una barriga que se le
aumentaba solo cuando dormía. Desde cuatro años dirigía un grupo de policías
que perseguía como si fuera del invisible cada delincuente, o red de crueles
que vendían chavalas tiernas, o droga. Aunque Romy había jurado que había
llegando a Venecia solo para pedir la mano de Mary, su hija, conforme a las
antiguas tradiciones caballerescas, Tía Petra dudaba de eso. Como las gentes
que llevan la mayor parte de su vida bajo nombres y acontecimientos
“cubiertos”, para no decir falsos, como lo que ocurre con los actores del
teatro, o de las películas, llega un día que no pueden volver a la vida de
antes. O no tienen a dónde. Precisamente como un actor que se queda cerrado
dentro de una obra teatral, o de una película. Como si olfateara sus dudas,
Romy repetía abusivamente que en este mundo nada es casual, especialmente en el
mundo latino. Por ejemplo, su nombre estaba relacionado radicalmente con la
antigua Roma, y no cada uno podía llevar un tal nombre. No estaba llegando a
ciegas aquí, pero los detalles estaban superfluos para los no invitados,
incluso estaban peligrosos. En fin, dijo Tía Petra al bajar. Él sabe sus asuntos.
Si tuviera sus asuntos como su nombre, le deseo buen trabajo. Para él y para mi
hija. ¿¡Y porque se les antoja a llevarme consigo, como si fuera un perro
guardián!?
Ambos, Romy y Mery, tenían guardias. Romy tenía como guardia un
entrecano con bigotes hasta la barba, esbelto y astuto como una sombra de
libros, mientras que Mery tenía como guardia a Romy.
-Mira, mami, a ese pájaro que ha montado al león, -la asustó Mery.
Verdaderamente: un pájaro vivo, gaviota, o petrel tiritaba sobre
la espalda de un león de oro que vigilaba sobre una plaza blanca e inmensa, en
donde, uno sentía el efecto cegador del blanco y también de los fogonazos de
los flashes de tantos fotógrafos. Tía Petra supuso que el Orden Secreto de los
Fotógrafos se había reunido a Venecia para redactar los planes del futuro y
Romy, seguramente, fingía como si estuviera allí por unos días y noches de
miel, pero, en realidad, intentaba mezclarse en sus filas. Porque Romy también
llevaba colgado a su cuello algo como una picadora de carne, negra, llena de
botones y dados de cristal y más a menudo descargaba la maquina que respiraba.
-Obras maestras, obras maestras, -suspiraba. –Cada vez que llego
aquí, encuentro otra Venecia. El arte de estos no tiene fin.
-Así es, mi pajarito, -Mery saltaba asombrada, parte por los
versos que corrían por su boca, parte por su sueño que se estaba cumpliendo
como nunca se había atrevido antes de soñar.
Tía Petra permanecía como una momia al lado de una columna de
mármol, sacudiendo su cabeza. Mery era enana y de buen cuerpo, con sus senos
inflados y, cuando anochecía, parecía como una giba triple. Mientras Romy era
tan alto y gordo, que tía Petra, en la mayor parte del tiempo, no distinguía
otra cosa que las ventanas de la nariz redonda y gorda, igual como si viera las
cavernas de un cráneo, o de una máscara de carne.
Para almorzar se fueron a un restaurante famoso, en donde el
propietario mismo conocía y estimaba a Romy.
-Estoy seguro que aquí nadie puede envenenarme, -se reía Romy. –No
porque yo estoy de tan gran valor para que alguien me envenena, pero ¿¡por qué
arriesgarme para nada?! Tengo una vida feliz por delante. ¿A que no, mi
pajarita?
Lagrimeando, Mery besaba los pliegues de su nuca.
Comieron entre chistes e historietas bebiendo vino rojo que
costaba más que la sangre. Me parece que un vino viejo es lo que no se vende,
pensaba Tía Petra. Y masticaba trozos de aquellas comidas que llevaban nombres
de medicamentos, y más a menudo de enfermedades.
Cuando de nuevo se encontraron en la plaza con chispas, tía Petra
perdió el aliento, también tubo mareos. Romy y Mery no quemaron la sangre,
tampoco el vino, porque estaba más que comprensible. ¿¡Como no perder el
aliento y no tener mareos una vieja que toda su vida la había pasado cerca de
las ollas, pañales, las colas interminables, de las chismes de los vecinos, de
la dureza de su marido y a todos aquellos que no le daban una pizca de
importancia solo por ser enana y porque solía cortar el pelo como hombres?!
Pero Tía Petra sabía que no estaba hasta las narices por el pasado y ni por la
amargura del presente. Simplemente no podía tener sus ojos abiertos. Tantas
estatuas, flores de piedra, colores, brillos de aguas, dulces disparos de fotos
y centelleos se habían lanzado sobre ella, tanto que no podía permanecer más.
-Y esto nos faltaba, -dijo murmurando Romy. Mejor llevarla al
hotel.
-O ¿buscar algún médico?
-No te enciendes la sangre, la calmó Romy, no muere aquí la madre,
es un hueso. Aquí no muere cualquiera. Aunque la estimamos y la queremos, ya no
podemos decir que la madre es alguna compositora, o pintora, o poetisa
inmortal, que pueda morir aquí.
La cogieron del brazo y pasaron por veinte túneles de madera y
piedra, esperando en las largas colas que se desenvolvían como culebras, por
restaurantes, tabernas, tiendas con obras de arte, copias, alimentos,
botellita, astillas multicolores de cristal y de metal, súper e infra besos,
lametones, miradas misericordiosas de parejas. La llevaban más o menos como dos
ángeles que están obligados de no echarla a la calle, porque la tienen listada,
y responden por su vida como por un votante.
Pero en medio de un ponte que curiosamente se llamaba de los
Suspiros, Tía Petra se recuperó. Cabezas y colores resbalaban bajo el puente de
todas partes, góndolas negras y barqueros con sombreros de color guindo,
bandadas de luciérnagas como si fueran de plata y de diamante deambulaban sobre
sus cabezas, gentes que se apoyaban sobre las rampas y sonreían –extrañamente
todos actuaban como si se iban a morir una hora más tarde.
Vaya, que nos vamos a hundirnos, se temó Tía Petra. Pues había
oído tantas veces en las noticias sobre el desbordamiento de las aguas y la
descomposición lenta, pero inevitable, de los cimientos.
-No vamos a hundirnos, señora, no te preocupes, -la tranquilizó
Romy. Quizás Romy le leía sus pensamientos, pues de un misionario secreto de
estado era de esperar todo.
-No, gracias, aquí me siento muy bien, -dijo Tía Petra. -Ya pueden
dejarme aquí. Lo sé, lo sé, pero no se preocupen. No voy a tirarme del puente.
Vayan a divertirse, porque estáis en la edad de divertiros. Os espero aquí.
-Bueno, mi pajarita, -le dijo Mery. –Gracia por tu comprensión.
Y se fueron abrazados, lo que no solía ocurrir frecuentemente:
Mery alrededor del talle como rueda de molino de Romy; Romy con su palma gorda
sobre uno de los senos de su pajarita.
Tía Petra vivió tres días y noches sobre los puentes, porque se
puso a cambiar los puentes cada momento. Caminaba tranquilamente de un extremo
al otro, se inclinaba sobre las vigas de piedra que sostenían el ponte, leía
las notas, numerosos grabados, leía los carteles y las publicidades, después se
sentaba en un rincón y algo escribía en un cuaderno, regalo de los ‘niños’.
Nadie la observaba, porque de veras era como buscar una aguja, o un corazón destrozado,
en un pajar, pero en el desdén de los turistas había siempre un rincón libre,
para cada uno.
Tía Petra se acostumbró rápido con la molestia de las luciérnagas
que zumbaban como las fajinas del hogar del vecino. El hambre la abandonó,
mientras que por las noches se paseaba sola de un ponte al otro y regresaba
cuando los gritos de Mery y los estertores de Romy, como los de un búfalo al
momento de estar degollado, se habían transformado a estornudos. En la mañana
del día en que Romy tenía que pedir la mano de Mery, conforme al acuerdo que
habían llegado, les dio un consejo.
-No vais a morir una hora más tarde, -dijo.
Nada más.
Rieron, la acariciaron, le
dieron algo como un vestido antiguo, una especie de tapete con un agujero, en
donde había que meter la cabeza, después había que atar una cuerda que olía a
hediondez cabruno. Al contrario, el pedido de la mano no tenía ni gusto ni
sentido.
El muy esperado suceso
ocurrió a medianoche, en la cabecera de un puente de mármol. Hacía calor. Los
males olores de los canales se habían tragado por los perfumes y de las aromas
de la carne enamorada, que no ardía de deseos y no sudaba por este mundo.
Romy midió con la mirada la altura de Mery, es decir se puso de
rodillas, le besó la manita y le tendió una cajita roja. Al interior de la
cajita centelleaba un anillo con diamantes. Tía Petra lagrimeó, pero el anillo,
o la luciérnaga, podrían estar muy grandes, si uno supiera qué adinerado era
Romy. En fin. Mery con Tía Petra se conmovieron, mientras que Romy leía, con
gafas, unos versos en latino, escritos o bordados en un andrajo.
Quien sabe cuántas gentes llenaron el puente y los alrededores con
aplausos y felicitaciones en varios idiomas. Quien sabe cuántas picadoras de
carne succionaron a sus interiores vistas de aquellos momentos felices, sin
contar las vistas que tomaron Romy, Mery y aquellas que Tía Petra fue obligada
de sacar. Algunas veces Romy, Mery, o ambos quedaron al lado de ella
arreglándole el cañón de su picadora de carne. Para no gastar las pilas con
vistas de los puentes y edificios, lo que uno podía comprar por kilos en
cualquier tienda. Más tarde, sentados como una pequeña familia, pero real, en
el restaurante donde nadie te podía envenenar, mientras Romy se aligeraba por
la tercera vez en el baño, Mery le dio un beso a la mejilla envolviéndola de
suspiros. Estaban los más felices días para ella por lo que le agradecía de
toda su alma, porque los había dado su bendición. Pero eso queda entre
nosotros.
-¿Qué? –se asombró Tía Petra.
Pues, eso, que Mery estaba acabando con una novela. Con este libro
daría el golpe global, porque ambas ellas sabían qué vida había llevado Mery,
especialmente hasta en el momento de la entrega del anillo, al puente. Romy
también había terminado con éxito sus asuntos. Todo se había desarrollado como
en libros, en efecto: como en una obra maestra.
-¿Se aclaró también por el asunto de los fotógrafos? –preguntó Tía
Petra
-Por supuesto, -le respondió Mery. Era ridículo. ¿¡Acaso existe
hoy en día gente que no haya un aparato!?
-Aja, -dijo Tía Petra, sin continuar más, para que no apareciera
ridícula, o ruda. Ustedes saben mejor sus asuntos.
Durante el regreso también no les pasó ninguna desgracia. Tía Petra no pudo esperar más de tres años para hacerles regalo su cuaderno que había escribido durante las marchas entre los puentes de Venecia. Estaba lleno de nombres de gentes, además, había una sesión particular con apodos. Romy y Mery más bien no pensaban tentar un embarazo, mejor criar algún perro, o pitón (durante un cierto tiempo Tía Petra pensaba que se trataba de algún filosofo, o poeta latino, que se cogía del orfanato), que un perro que te mate. Pero Tía Petra no renunció: les dio su cuaderno. Estaba lleno de nombres y de apodos de gentes, recogidos inicialmente en su memoria, -para que después pudiera ordenarlos por escrito según el alfabeto, -de aquellos cientos de candados pequeños que se encontraban en los puentes de Venecia. Nombres y apodos de enamorados, grabados en los candados, colgados en lanzas, ganchillos etc., un poco antes de tirar las llaves en las aguas. Los nombres de Romy & Mery estaban anotados apartes, en la cabecera de la lista, y también al comienzo de las letras M y R para evitar cada maleficio posible. Ahora había nombres y apodos también para niños, para animales, para libros. Si ellos quisieran, tía Petra podía hacer incluso cálculos aproximados sobre el número de las llaves que se encontraban en aguas.
Traducido del albanes por Petrit Mavrovi