La fila de los
barcos imperiales recorría el Mediterráneo. Las velas parecían nubes mojadas.
Era un día limpio y lleno de luz, y ni el menudo grito de los pájaros rapaces
no predecía la muerte de alguien, tampoco la del Emperador. Pero, la escucha
estaba tan larga como la vista con el catalejo, y los habitantes de la costa se
habían aturdido de los gritos atareados y misteriosos de las olas que traían
amenazas de velas del Invisible.
Los barcos imperiales regresaban del cumpleaños de un rey extranjero. El emperador le había enviado como regalo una prisionera con tres pechos y un rebaño de caballos selectos. El rey extranjero no había caído más abajo. Durante la orgia de una semana, habían degollado, asado y transformado en fecales mil bueyes, dos mil pollos gordos, y se habían vaciado veinte miles de odres de vino tinto como la sangre. El emperador y el rey extranjero habían reído a carcajadas, considerando el vino como sangre de enemigos. Uno no se saciaba de tal sangre.
La caída del
atardecer descubrió en el cielo una luna nunca más vista. Su brillo estaba tan
suave y penetrante que uno podía jurar que le había entrado en el hueco de los
huesos. Estaban remando al lado de una enorme fosa subacuática, en donde, según
dijo el histórico consejero del Emperador, se había hundido una famosa ciudad.
-Se hundió aquí,
–dijo el Emperador, -y se alzó a las papirusas
de la Historia.
El Emperador
era inteligente, aunque, si juzgaras por la edad, te inclinarías a imaginarlo
solo con la espada y una copa en mano y con mujeres gorditas en la cama.
-Los sabios
juzgan que los hundió el amor para ellos mismos, -dijo el consejero. Pecado…
tenían tanta riqueza y prosperidad, que incluso los esclavos suponían que estaban
viviendo en una ciudad celeste. Y al madrugar ya estaban carne para los peces.
-Ellos fueron
comidos por los peces, los peces por nosotros… Esto es la vida en este mundo,
-dijo el Emperador.
Se calló un
poco, después movió la cabeza con una cierta sonrisa.
-No te envejece
por el pasado de aquellos que han sido felices, sea por unos minutos, -añadió. Sobre
la tierra aparecen y se desvanecen seres que se pierden en la nada sin saborear
una pizca de felicidad. ¡¿Y que puede ser el naufragio, los dientes de los
peces y la temible oscuridad de las aguas para uno que ha saboreado la
felicidad superior?!
-Ahora se
podrán verse los edificios de antaño de la ciudad, -dijo el consejero. La Luna está
también a Su lado.
Los esclavos
remeros recibieron la orden de detenerse. El Emperador se volvió para distinguir
la extremidad trasera de la caravana, pero no lo consiguió. Pudo ver solo un
cumulo de velas hinchadas, que daban a la caravana la apariencia de un enorme
serpiente con alas.
El consejero
se dobló el primero sobre las aguas puras, como si quisiera proteger al
emperador de una maldición, o de una magia negra, que podía hacerle daño
simplemente después del encuentro de sus ojos con el inmenso espejo del
Mediterráneo.
-He aquí un
espejo que no esconde lo que tiene a su interior, -sonrió el Emperador.
Los elegidos
echaron la vista abajo y empezaron a pasear sus miradas entre los muros y las
colonas de mármol, por las calles adoquinadas, en las plazas donde otra vez se
pronunciaban discursos inolvidables y se cambiaban mercancías con monedas de
oro, en los cuartos de los ahogos, de los degollamientos o de las quemaduras en
las pilas de leña.
-Dicen que las
mujeres de esta ciudad han sido guapas como las estrellas, -dijo uno de los
consejeros.
-Entonces, el
naufragio no tiene porque sorprendernos, -dijo el Emperador. ¿Lo que veo ahí
abajo no sería, por si acaso, una corona?
Aquellos que
eran miopes lo sintieron, porque no pudieron dar al Emperador ningún dato
preciso. En el momento cuando el consejero histórico se disponía a aclararle
que era de verdad una corona, -corona de laureles, maravillosamente no podrida,
quizá hecho por las manos de una muchacha enamorada, o de un niño que no había creído
que se ahogaría de una manera fulgurante, -el Emperador se asomó sobre la
barandilla y asintió con la cabeza. La corona con cuarenta y cuatro piedras
preciosas, que costaban dos miles prisioneras cada una, se hundió en el centro
del espejo, alteró la superficie, después innumerables ojos desorbitados siguiendo
con temblor como la corona desaparecía siempre más abajo, entre las ruinas doradas
por la luna.
-¡Oye, tú!, -gritó
el Emperador. ¡Tírate al agua y tráeme la corona!
Algunos de los
oficiales tuvieron el corazón metido en un puño. Cada uno hubiera querido
tirarse y traer la corona, pero el dedo del Emperador se había dirigido hacia
los esclavos. Todos se llamaban “Tú” y solo Dioses podían comprender el porqué
se había tirado un fulano Tú y no los demás.
Tú apenas había cumplido los diecisiete años. En su
apariencia no se veía nada de extraordinario. De mediana estatura, cabello
color de trigo, un poco bizco, miembros ordinarios. Abrió una especie de túnel
color de luna entre las ruinas subacuáticas, nadó hacia abajo hasta que dos
chorros de sangre empezaron a correrle por los oídos, la boca, y quizá, también
por los ojos, atrapó la corona que valía una ciudad no hundida y se puso a
subir hacia la superficie. Con la inquietud de poner fin cuanto antes a la
preocupación del Emperador, levantó la corona entre las manos antes de emerger
la cabeza. El Poeta del sequito imperial dijo que el Mediterráneo mismo, asustado,
estaba devolviendo a Su Excelencia la corona que hubo intentado robarle.
El Emperador sonrió.
El esclavo Tú sacó
del agua su cabeza ensangrentada, se dio un empujón hacia arriba con sus palmas
y, para que pudiera nadar hacia el barco, puso la corona a su cabeza. Se hizo
un silencio más profundo que el silencio de la ciudad hundida. Entre los ojos
enfurecidos y repletos de puntas de cuchillos de los oficiales, el esclavo Tú distinguió
los ojos encantados y tal cual dulces del Emperador. Sus miradas se cruzaron en
un abrir y cerrar de ojos, después el esclavo Tú cerró sus ojos y se hundió junto
con la corona que tenía un valor igual que la gloria de una ciudad hundida y
desapareció, aunque el brillo de la luna se había doblado y nadie había pensado
en encender las antorchas y las fogatas imperiales.
-¡Oye, oye! –gritó
alguien.
El Emperador permanecía
callado.
La corona se
hizo ver unas cuantas veces seguidas, siempre más lejos del barco, se hundió, emergió
de nuevo y todos estaban petrificados porque el Emperador no daba orden de
atacar con lanzas, flechas o tirar con hondas o para que se lanzara alguna
barca para atrapar y matar a ese Tú descarado.
-Todas las
piedras parecen igual, -dijo el Emperador.
De verdad: el
brillo de la luna hacía que todas las piedras preciosas no se distinguieran
entre sí. O habían sido piedras de luna que, hasta a esos momentos, habían
fingido ser perlas, rubines, diamantes, ametistas, jaspes etc.
Si me vuelvo ahora mismo, estaba pensando el esclavo Tú, me van a despedazar. Hablaba en relación con sus hermanos esclavos. ¿¡Acaso cuanto me pueden aterrorizar la muerte, el hundimiento, el hambre de los peces y esta inmensa oscuridad subacuática, o incluso su ira, si me llevo a mi cabeza tal corona?!
Bucarest, Enero 2005
Traducido del albanes por Petrit Mavrovi