La sonrisa que no pasará


Nos hemos desarraigado de una tierra; la tierra

se ha arrancado de nosotros.

En nuestro lugar y en lugar de la tierra,

se quedan heridas y las heridas sangran, y la sangre no fue vista por ninguno, muchos la lloraron, menos se rieron de ella

Hemos tenido paciencia.

Con heridas y sin tierra hemos errado por los caminos del mundo para 

encontrar un paisito lo menos extranjero, y lo más parecido con las heridas que habíamos dejado en la tierra de donde nos hemos desarraigado. Hemos errado sin pan, sin agua, sin esperanzas, pero ¿a quién se le ocurre pensar sobre las esperanzas, el agua y el pan, cuando la herida sobrepasa a todo? Hemos errado con angustias, visiones y lágrimas. Hemos errado sin nuestra tierra y con nostalgia. Hemos aguantado cuando todo lo que teníamos, todo lo que fuimos, se hicieron polvo.

Hemos errado entre el polvo hasta que nos venía considerar el polvo como luz, pan y esperanza. Hemos aguantado cuando el polvo se hacía polvo y cuando, de tanto polvo, ya no sabíamos más qué estaba ocurriendo.

¿¡Qué estaba ocurriendo, Dios mío?!

Hemos errado y nos hemos sentado a descansar. No importa a donde. No importa cuánto. Después nos hemos levantado a caminar, sin saber para donde, sin saber para cuanto.

Hemos aguantado cada vagancia, cada marcha, cada descanso, cada visión.

Muchos entre nosotros fallecieron sin conseguir a llegar, muchos fallecieron sin conseguir a regresar, muchos de nosotros fallecieron sin conseguir a detenerse. Hemos aguantado cuando otros fallecieron sin conseguir a ver las madres y los prójimos, cuando los demás fallecieron sin conseguir a besar una vez más sus amadas, sin conseguir a conocer sus hijos, sin conseguir a enterarse de las muertes y los nacimientos de los prójimos, sin conseguir a enterarse por qué nos habíamos desarraigado de nuestra tierra, por qué la tierra se había arrancado de nosotros. Hemos aguantado cuando los demás se suicidaron, cuando otros maldijeron o se burlaron de los suicidios. Hemos aguantado sin ver las madres, los niños, los cielos de nuestras infancias, sin suicidarnos y sin morir.

Delante de nosotros la muerte ha adquirido rasgos de lo más desastrosos, de lo más maravillosos y, no raras veces, la vida se ha burlado de ella.

Aguantamos guerras y enterramientos, discursos sobre enterramientos y discursos sobre discursos y, sobre todo, olvidos. Aguantamos sangre y humoradas, injurias y bofetadas de todos los colores, de todos los tamaños, lenguas y bocas y escupidos y dientes rechinados, molidos o dorados, aguantamos y su cubrimiento de polvo, conmemoraciones innumerables y el amarilleo de las conmemoraciones. Aguantamos el apago de los sueños y la aflicción de las quimeras que se desvanecen, aguantamos las soledades sin canciones y las canciones insoportables sin soledad.

Aguantamos todos los encantadores rasgos desastrosos de la muerte y de la vida, tanto que ambas estaban ya cansadas de nosotros, ¡nosotros no!

Hemos errado silenciosos por los caminos del mundo, por las casas del mundo, por las mujeres del mundo; ¡con esta ocasión, hemos visto mundo!

Silenciosamente, hemos derrumbado, soñado, admirado, construido, pintado, adornado, amado. Hemos comido lo posible, y a menudo no hemos podido. Ahí donde faltaba el pan, bajaba la Belleza y la Nostalgia en sagrado silencio, y aunque nosotros mismos faltábamos, no nos faltaba nada, y Dios mismo se cuidaba de Si mismo.

Nos hemos lavado y hemos lavado mucha ropa de diferentes modas, calcetines y calzoncillos de soledad, y la medula nostálgica de las manos de las madres se ha agitado en nuestras manos solitarias. Hemos aguantado cuando no han ocurrido las maravillas y cuando nuestras lágrimas se han mezclado con la espuma de los jabones y con la mugre de los caminos del mundo. Hemos cosido y descosido, nos hemos emborrachado hasta el blanqueo de la sangre y el enrojecimiento de los pensamientos, hemos cantado con voces roncas por los caminos analfabetos del mundo, nos han conmovido las canciones de los demás como nosotros y de otros no como nosotros.

Nosotros teníamos solo el alma; las otras cosas no nos faltaban.

Además, hemos errado para estar cada vez mejor, cada vez más cerca de la casa, cada vez más nosotros mismos.

Os quiero, sea como fuese su comportamiento, sea como fuese su vagancia, nos decía Dios.

A este amor lo aguantaba solo Él, todo lo demás, nosotros, porque éramos muy perversos para no aguantar, y no podíamos ser Dioses, no éramos siquiera paciencias. No había importancia lo que éramos. Por eso continuamos a aguantar las habladurías, los chismes y muchas mentiras. Algunos nos calumniaban porque no se veían en nosotros. Algunos nos calumniaban porque estaban mucho más inferiores, un poco menos inferiores, o igual que nosotros. Otros nos calumniaban porque no tenían algo mejor que hacer, porque no tenían otra cosa que hacer, o que no sabían otra cosa que hacer.

Algunos nos mentían porque creían en sus mentiras, algunos nos mentían porque en general no creían en nuestros futuros, algunos nos mentían porque sí, algunos nos mentían para llevarnos a la muerte. Hemos aguantado silencios y muchos casos de dar la espalda. Aguantamos pérdidas y muchas separaciones. Aguantamos fracasos que nos despedazaron, y fracasos que nos han metido más profundamente en nuestros cuerpos, en nuestras pieles, en nuestras almas. Y aguantamos nuestros aguantes que muchas veces se hacían insoportables para los demás y para nosotros mismos y los aguantes de los demás que se hacían igual de insoportables.

Muchas amadas no acudieron a la cita, muchas otras nos miraron con desdén, otras muchas con pesar, con piedad, con amor, con exceso de adoración, muchas otras nos miraron con nostalgia, muchas otras sin alguna expresión particular. Algunas otras no nos miraron nunca.

Aquel que amó, se ha quedado aunque se ha ido; aquel que no amó, se ha apagado aunque se quedó.

Amamos mucho, pero fueron pocos los que nos amaron, no obstante fue suficiente –quizá más amor no lo hubiéramos aguantado, aun que lo implorábamos.

Como frutos de un otoño pensador, las horas felices se desmigajaron sobre nuestras cabezas, las horas negras se fundieron también en Luz. La felicidad y la amargura se extenuaron de nosotros, el hombre mismo se agotó de ellas, ¡y nosotros no!

Ni de ellas ni de nosotros mismos.

Nos hemos arrancado de muchos amores, el Amor no se ha arrancado de nosotros.

En lugar del amor en nosotros se quedaron heridas, en el amor se quedaron heridas en lugar de nosotros, pero las nuestras eran heridas de hombre, las suyas eran heridas de luz, como ojos de Dios, y no pensábamos a las heridas en el cuerpo del amor, porque Dios pensaba para las mismas en nuestras almas.

De esta manera los cielos de nuestras infancias se extendían, se profundizaban, transformaban las verdaderas vistas que nos cercaban, y de verdad ya no sabíamos, y ni siquiera queríamos saber cuales estaban las verdaderas vistas, y el alma de la infancia vestía las cosas, las gentes, las piedras y los colores y aromas, mientras nosotros aguantábamos y errábamos. Así, nuestros dedos echaban raíces al aire nuevo, donde los cielos ya no estaban extranjeros, donde no causábamos heridas a la tierra, y a donde ninguna tierra no podía causarnos heridas a nosotros.

Somos Tuyos, ocurra lo que ocurra, sea lo que fuese su decisión, Dios, decíamos a Dios.

¿¡De quien otro podíamos ser después de tantas heridas?!

¡¿De quién otro podíamos ser sin heridas?!

Y de nuevo aguantábamos, con esta sonrisa que no pasará. Y delante de esta sonrisa pasaban nuestros cuerpos extenuados, finados, desgarrados por las balas, los coches, las pinzas, las operaciones, los viajes, las separaciones, los amores, nuestros antiguos cuerpos, honorados, profanados, olvidados, sepultados cada uno cuando le sonó su campana, separadamente, de dos en dos, en fosas comunes y así por el estilo. Hombres desconocidos se cuidaban de ellos. Hombres conocidos pensaban al lado o lejos de ellos. Hombres amables derramaban lágrimas hasta que las mismas se desecaran.

Y nosotros, como si no hubiera ocurrido gran cosa, aguantábamos y errábamos en busca de otros cuerpos…

 1992 / 1997

Traducido del albanes por Petrit Mavrovi