El padre vivía tan absorto en sus
preocupaciones diarias, que había olvidado el sabor de los grandes desastres,
personales. Pero también el sabor de las felicidades inesperadas. No se
recordaba desde cuándo hubo perdido esos sabores. Ya se había acostumbrado sin
ellas y no intentaba buscarlas en ningún sitio.
El padre no tenía nada de santo. Era delgado, zambo, con el
aspecto de un lagarto aturdido, como nacido para morir vanamente.
Apenas había conquistado las sesenta primaveras. Estaba
en la espera de esos pocos inviernos fríos que iban a poner el sello de la
eternidad a las primaveras.
No sabía por qué no había muerto en vano. La longevidad
le parecía una punición. Ya había acabado con su sentido de vida en este mundo.
Quizás lo hubo acabado aun sin abrirlo. O quizá no entregaba el alma a Dios porque
no tenía.
Era lunes por la tarde. Cumplía completamente sesenta
primaveras.
Su mujer, Irma, y su hijo, Adriático, tenían que haber sufrido
mucho en ahorrar para comprarle un pequeño pastel y sesenta velas. O habían
pedido préstamo en algún sitio. Mejor si hubieran pagado la luz.
Las velas flameaban. Desde hace mucho, la casa no había estado tan luminosa. Como para testimoniarles que la luz de sobra les hacía daño, el Padre se inclinó soplando sobre las sesenta velas. Con el mismo furor habría soplado también a sus años. Y quizá no les hubo apagado hasta ahora porque le costaba creer. Si no hubiera tenido sea un poco de brío, habría apagado eses años. Pero le habían aventajado. Le habían apagado sus años sin pedirle permiso. Era un muerto viviente que se paseaba de un café al otro.
-Felicitaciones –dijo Tico. – ¡Y aún cien más, padre!
-Y también cien mil dólares –se rió el Padre.
Irma sacudió la cabeza con amargura. Nadie en su casa
podía imaginarse qué podrían hacer con cien mil dólares. O lo sabían: podían volverse
locos. Pero podían perder la razón también sin el intermediario de los dólares.
Había caído la noche. Otoño. Brindaron con aguardiente de
la quinta cualidad, -un aguardiente que, según decían, estaba hecho de boñigas
secas –y echaron cada uno un trago. El Padre esperó que el posible veneno de
esa bebida fuese acumulado en su copa. De esa manera se salvarían con vida las
dos únicas personas que se le habían quedado en esta vida.
No tenían ningún invitado. Nadie les había felicitado por
el cumpleaños del Padre. Ningún telegrama, ningún teléfono. La gente estaba hundida
en sí mismo, en el pozo de pequeñeces diarias. A la gente se le había secado la
garganta allá, en la profundidad del pozo. De la sed por perras. Y ni se
recordaba de su cumpleaños, sin hablar por la del su Padre a quien, a riesgo y
ventura, ni Dios se recordaba haberlo encarnado en este mundo.
El Padre se había metido en honduras. En los días cuando
estaba invadido por el ánimo del humor fino del montañés, salía más rápido de
las honduras. Porque no sé nadar, se reía, y en honduras me puedo ahogar.
El padre fumaba y rumiaba sin ningún futuro. De esa
manera conseguía conservar intacto el pasado. Al pasado que no se encontraba más
en ninguna parte.
-¿Y estos han muerto todos? –preguntó.
-¿Quiénes estos?
–intervino Irma.
-Los invitados…
No sabían cómo
contestarle. Costaba creer que alguien, excepto ellos mismos, supiera el día del
cumpleaños del Padre. Los padres habían emigrado, en columna, uno tras otro,
antes del derrumbe del Muro de Berlín. No habían llegado en aquel día dichoso.
Pero, quizá, habían sentido sobre sus hombros, supuestamente, que el polvo de
aquel muro les había engrosado el escudo. Los parientes se habían repartido por
extremos diferentes, a menudo perdidos, de la supervivencia. La mayoría se
había ido más allá de los muros derrumbados y las basuras. Habían enviado
mensajes sólo en los primeros meses de la emigración, cuando la nostalgia, al
parecer, les torturaba. Después, se habían hundido en el gran silencio del
olvido y no era para nada saludable esperar aviso de ellos, excepto si les
persiguiera algún peligro de vida o el placer de algún negocio pequeñito. Algún
primo había regresado una y otra vez a Tirana para saciar su nostalgia. El
satisfacer de la nostalgia, sólo en tres días, después de caer presa de la
convicción que la vida de otrora y el aburrimiento eran las mismas, pantanosas,
se les había convertido en furia, en frustración, en desprecio. A la pobre e invariable
familia del Padre la contemplaban como si fuera una isla pequeña de leprosos.
Mientras para sus adentros subrayaban que a ellos
les tocaba dejar sus huesos por las calles de Tirana. Porque,-con una
sonrisa conquistadora de nobles que han perdido su fortuna-, no habían movido
ni un dedo para cambiar su destino. Ni los barcos hacia Italia no les habían
parecido dignos, ni los caminos hacia Grecia, Turquía o a otra parte, ni
American Loto, tampoco el negocio. Y, quien se queda aquí, se hunde, -decían
los primos restablecidos. Sólo quien se va, -se salva. Mientras a la otra parte
de los parientes, atrapados bajo el yugo de la pobreza sin salida, si les
recordabas que alguien tenía su cumpleaños, era como si les maldijeras en cinco
lenguas a la vez.
Las fiestas habían perdido su magia de antaño. Los cumpleaños
ya no estaban unas reuniones pobres, aunque calorosas, de seres relacionados
por la sangre, el puesto de trabajo o la desgracia común, reuniones donde
podrías cambiar también unos puntos de vista fingidos. Los cumpleaños actuales
parecían a unos entierros donde, a menudo, participaba, en silencio, sólo el
muerto.
No había respuesta por el muerto que había cumplido
sesenta primaveras. Pero fue evidente que la respuesta no le servía mucho.
Miraba fijamente el pastel que les pudiera haber pagado la multa por la luz. No
le dio más vueltas. Se precipitó ávido y se lo tragó en un abrir y cerrar de
ojos. Ellos se quedaron estupefactos. Había tragado erróneamente también unas
cuantas velas. Las dulces le habían dado siempre grima. Tal vez había
considerado el pastel un sentido de la vida, o una felicidad superior.
El Padre pidió perdón deshaciéndose en lágrimas. No se le
tomaron a mal.
Después de haber masticado la capa de abajo del pastel y tragado
el crema multicolor, el Padre se puso e sacar por la boca esas pocas velas que
pudieran haberlo ahogado. Parecía un mago. Sería de verdad así si, después de
haberlas tragado apagadas, les hubiera sacado encendidas.
-¿Cuántas amadas has tenido, padre? –se rió Tico.
-Tantas que terminara con tu madre -le contestó el Padre.
No comprendió la pregunta de su hijo. Al parecer, lo
había aturrullado el aguardiente de boñigas.
El Padre bebió un trago más y recordó vagamente las pocas
y tristes amadas que lo habían guiado hacia el altar de Irma. Se semejaban
todas a unas hadas vistas en sueño. O en un sueño leído en alguna parte.
Era de nuevo otoño y lunes. El primer día de la semana. Y
de una vida que nunca había aprendido cómo arrancar. Como no fuera muerte.
El Padre vomitó el pastel casi con furia. Había caído ya la
medianoche. Como los chorros del agua no se acortaban, los chicos del barrio no
jugaban al chaquete alrededor del palo que daba luz a la calle. Y la falta de
los golpes de los dados le turbaba el curso del tiempo al Padre.
Se creyó una mujer que estaba abortando. Pero ¡¿qué dulce
podía abortar el Padre?! Y se le apago la mirada de la conciencia allá, entre
los muros desconchados del cuarto de baño, con la cabeza metida en la taza del wáter,
entre estertores e injurias de niños, que convencían a Irma y Tico que el acercamiento
de una guerra estaba precipitando al “viejo” prepararse para santas batallas.
Pero la taza del wáter, que la consideraba un casco, se le venía demasiado
grande.
-Echa las tripas en el casco del triunfo –intentó Tico a
calmarlo.
No se sabía desde cuándo no había echado las tripas.
Quizá desde el entrenamiento militar cuando el aceite del kalashnikov
se le subía las entrañas a la garganta.
-Oh, Padre –había gritado el Padre unas cuantas veces. ¡Perdóname!
Irma y Tico sonreían, porque no sabían que el Padre
hubiera algún pecado tan grave para pedir ese perdón. El Padre siempre había
sido moderado, en su sitio, casi invisible. El Padre era tan impecable, que a
veces tenías ganas de matarlo.
La noche cayó acompañada de estremecimientos y riñas sin
sentido, porque el Padre no tenía porque enloquecerse, aunque era uno entre los
más reventados vecinos de la capital.
Durante sesenta primaveras e inviernos al Padre no le
había llegado ninguna carta. No porque no había quien le escribiera, sino
porque no habían porqué. No le dolía la falta de las cartas. La última carta
recibida había sido un telegrama. ¡Tu
padre se nos fue, nuestras condolencias! [En original se utiliza una fórmula que suena
así: ¡Tu padre se nos fue, que tengas una
larga vida, buena salud a tus amigos! - N. del T.] Escrita con esas letras
animalescas del correo, unas rojas, unas gris, unas azules, acurrucadas entre sí.
Pues el Padre no había tenido dos padres para esperar con gusto otras cartas.
En aquel tiempo se había calmado, porque su padre había muerto de una muerte
natural, no por bala. La muerte de su madre se le habían comunicado oralmente.
La segunda carta se le llegó inmediatamente después de su
cumpleaños.
Acababa de abrir los ojos sesentones.
El sobre no se sabía desde cuándo hubo infiltrado bajo el
umbral serrado de la puerta. Pero el Padre lo encontró cerca de las cinco de la
madrugada.
El Padre había salido a comer una cuchara de confitura
–de aquella con una capa de mucus, para engatusar su hígado irritado por el
aguardiente, -y también para orinar. La borrachera del cumpleaños se le había
amargado las entrañas. Irma roncaba dolorosamente en el cuarto de dormir. Sobre
su cabeza, gracias a la pobreza sin esperanza, vigilaban todavía las estatuas
pequeñas de Lenin y Hodja. Una barnizada, otra -de yeso. Ambas limpias, sin
polvo, brillantes. No habían tenido ánimo para tirarlas, porque no tenían con
qué sustituirlas.
Tico fumaba en el balcón. Se diría que estaba esperando
la muerte, o alguna desgracia. No parecía estar tan enamorado como para perder
el sueño. Porque no tenía dónde y cuándo enamorarse. Se levantaba llana y
simplemente más temprano que sus padres y fumaba en el balcón. El despertarse
temprano, que su Padre supiera, se aprovechaba por los viejos para vivir una
larga vida.
Hacía frío. La humedad de Tirana te rellenaba los
pulmones con un olor de estiércol. Sabía la humedad de Tirana lo que hacía. Sabía
que no valía la pena vivir más que la tristeza de las calles, que los muros
nostálgicos de adobe, que los vapores de los cafés, que la mueca de los chismes
anodines y eternos.
El padre cogió el sobre y lo escondió en su pecho. De
paso leyó que venía de Bélgica. No podía ocultarlo en otro sitio porque llevaba
sólo calzoncillos y el sobre se veía que llevaba un mensaje que no se podía
ocultar sino en el pecho.
El Padre se encerró en el cuarto de baño y abrió el
sobre. Y lo leyó.
Era lunes, sesenta años después de que había nacido para
morir vanamente. Pero quienes así pensaban, no conocían al verdadero Padre. No
sabían qué podía ocultarse dentro de sus pieles pálidas de sombra que erra de
un rincón de la capital al otro y que lucha donando sangre para pagar los préstamos.
Porque al padre se le había ocurrido tener en sus vasos sangre muy frecuente entre
los albaneses.
La carta era corta. Lo sacudió más que una bala desiderata
en el frente, más fuerte que un terremoto. Las dos líneas se le volcaron, se le
arrugaron su vida como una bola, se la cambiaron por completo. Se la volcaron
como él mismo había soñado y como no había creído que podía ocurrir.
Bastaron unos minutos para que el Padre se convirtiera en
otro Padre.
-Eh, viejo, -le sonrió Tico al entrar en la cocina, -¿cómo
te sientes?
-Como tu padre, -dijo el Padre. (...)