Aclaración: “...y en el mismo lugar
(en Edén) residen las siete clases de los rectos. [...] En la cuarta clase se
encuentran aquellos sobre quienes bajó la nube para taparlos. [...] No se sabe
exactamente sobre quienes se habla aquí. Tal vez es la gente a quien Dios
eligió, sea en la vida, sea cuando murieron, envolviéndola con una nube de
gloria. Cuando Moisés subió a la montaña de Sinaí a coger el Tora, Dios lo protegió de la envidia de
los ángeles, extendiendo sobre él una nube”. A. Cohen, El Talmud
La risa recogida (pero
parcialmente escapada) en las páginas
siguientes es el más completo testimonio de que aquellos que aquí se mencionan
y aquellos que no se mencionan en ninguna parte no son hermanos gemelos. El parecido
entre ellos no es del todo fortuito y, desgraciadamente, ni siquiera tienen
alguna influencia extraordinaria en relación con la fuerza de las cosas. El autor
Luego, bajó sobre
el lago una nube reluciente y suave como si fuese de algodón, que no se sabía
dónde fuese concebida, y las montañas alrededor parecieron dos veces más
negras. La nube no se quedó mucho rato sobre las aguas, no fue vista por todos.
Aquellos que tuvieron la suerte de verla, supusieron que el alma misma de las
nieves milenarias, hastiada por los hechos de los mortales y de la impotencia
de los colores de quedarse eternamente paradisíacos, se transformó en nube,
apareció de paso sobre las aguas, quizá solo para anunciar dolorosamente la
fuga, y se disolvió.
Un momento antes
de su disolución, sobre la ciudad rebosó una aroma heterogénea y maravillosa de
vírgenes, sauces, rastrojeras, barriles de vino y piedras de chispa, que se
labran bajo las aguas. Los centelleos de la nube se extendieron por todas partes.
Una parte de ellos, ya en forma de rayos extraterrestres, penetraron las aguas
hasta al fondo. El interior de las aguas fue alienado. Los peces parecieron todos
iguales, multicolores. Algunos entre ellos, un poco más hambrientos o simplemente
por ser inspirados de aquella explosión de colores subacuáticas, no tardaron en
saltar hacia la nube, con la boca abierta, con la esperanza de arrancarle algún
trocito.
No se sabe qué suponían
que es.
En cuanto a los otros peces, los ordinarios,
incluso aquellas pocas carpas chinas negras, que habían evitado el castigo por parte
de los koranes*,
bailaron con locura entre las hierbas y los peñascos, soñando e implorando para
que se quedaran así.
La vista podría
maravillarte, aun si la vieras con ojo de cristal.
Yo no tenía sino
un ojo de cristal: el de la izquierda.
El ojo del
corazón.
Los beneficios que aportan las muertes violentas no se
conocen como es debido. Los antiguos conocían justo novecientos tres maneras de
muerte. No todas eran violentas. La más fácil era parecida con la erradicación
del alma de su cuerpo igual como en los momentos cuando la mano saca un pelo de
la leche. La más grave te recordaba la separación de una espina de la pilada de
lana de ovejas. La muerte en agua, antes de ocurrir, te aterrorizaba, pero se
decía que era la más agradable.